Por Margarita Garbanzo Guy
“Si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré su pecado y restauraré su tierra”. 2 Crónicas 7:14. Ese era el mensaje que se escuchaba desde muchos púlpitos y círculos religiosos cerca a Nueva Orleans, Louisiana, después de sufrir el pase del devastador Huracán Katrina en el verano del 2005. Los sacerdotes y pastores querían hacer un llamado a ‘despertar’ y ver la realidad moral que sufría la ciudad, el estado, el país, el mundo.
Mi esposo y yo vivíamos en los alrededores y por lo tanto fuimos una de las miles de familias que tuvimos que evacuar sin saber cuándo o a que íbamos a regresar. ¿Tendríamos casa, clínica, calles, supermercados, iglesias? Mientras estábamos fuera de la ciudad nos llamaban ‘refugiados’. Teníamos ciertos derechos en los medios estatales y comunitarios y por eso mi hija y yo fuimos a recoger de lo que regalaban. Gracias a la generosidad de muchas iglesias obtuvimos todo lo necesario para amueblar una casa que habíamos alquilado, porque en los primeros días de haber evacuado las autoridades decían que tardaríamos seis meses en regresar. Debido a la escasez de médicos, (porque algunos se habían ‘refugiado’ en otros estados) a mi esposo le ofrecieron la oportunidad de trabajo en el centro médico de la ciudad donde estábamos refugiados, como médico en sala de emergencias. Sin embargo, decidimos regresar pues queríamos ser parte de la recuperación de una ciudad que había quedado destrozada, a la que amábamos, donde estaban sus pacientes y enfermeras; todos sufriendo las devastadoras consecuencias que dejo un huracán de categoría 5. Esa experiencia me dio una gran lección y me equipó para confrontar dificultades fuera de mi control… al menos así creía yo.
Me transporto ahora a marzo 2020 y ya viviendo en Costa Rica. Se escuchan ecos de una pandemia que proviene de China pero que ataca a nuestra comunidad, a nuestro país, al continente, al mundo. Se sabe de un caso que llega a Costa Rica de Nueva York y otro de Panamá. Inmediatamente recurrí al baúl de la experiencia de Katrina y en mis adentros dije: ¡No hay problema! ¡Nosotros ya hemos pasado una situación parecida! ¡Esta no será muy diferente! Tomaremos las medidas necesarias y en poco tiempo volveremos a la normalidad.
Todos los días escuchaba al ministro de salud dar su reporte y con todo entusiasmo pedir a los costarricenses que fuéramos respetuosos con los adultos mayores, que fuéramos solidarios, que por favor no saliéramos de las casas, que mantuviéramos la distancia. Recuerdo esa primera Semana Santa como si fuera hoy. Mi esposo y yo salimos a la calle principal que pasa al frente y estaba desierta, completamente vacía. Me sentí como el protagonista de la película El Pianista, en la escena en que él logra brincar la muralla del ghetto donde estaba escondido y ve lo que una vez fue su barrio, ahora completamente solo, en medio de escombros; escena macabra de lo que tuvo vida y ahora es silencio, destrucción y muerte. De la misma forma en ese momento, con la mirada viendo hacia el sol poniente, frente a la carretera vía Heredia-Alajuela completamente vacía, sentí soledad. Era Viernes Santo, no se escuchaba ni un ruido, no había signos de vida alrededor, excepto por el ladrido de un perro a la distancia que me recordaba que no estaba viendo una película, que esto era San Joaquín de Flores, que estábamos en medio del primer martillazo, que teníamos a Covid 19 sobre nosotros como una nube negra.
Empezaron los cierres: primero las escuelas, los bares, los clubes, los casinos; el acceso al país quedo limitado a los residentes causando un impacto directo a la industria del turismo. A varias semanas del primer caso el ministro de salud y el presidente de la República dieron dos anuncios, como medida de prevención, anuncios que retaron mi confianza y fe: “todos los residentes y refugiados perderán su estado migratorio si salen del país, cualquiera que sea la razón”. Y el segundo: “se cierran los templos y todos los servicios religiosos quedan cancelados”. En otras palabras, no podíamos regresar a Estados Unidos, aunque mi esposo americano necesitara cuidados médicos, y no podíamos recibir el consuelo espiritual para nuestras almas yendo a hacer una visita al santísimo, asistiendo a la misa o reuniéndonos con la comunidad a la que pertenecíamos: el Apostolado de la Cruz.
¿Qué quieres de mi ahora Señor? Le pregunté. Tuvimos que aprender a ver la misa diaria y dominical en YouTube, conformarnos con rezar la comunión espiritual en lugar de recibir el cuerpo y sangre de Cristo, aprender a usar plataformas de comunicación: Zoom ahora no era algo que hacías con tu cámara cuando querías tomar una foto, Classroom no era donde íbamos a sentarnos en pupitres para recibir lecciones, WhatsApp se convirtió en el mejor amigo entre los amigos y emojis eran la única forma de expresar lo que una vez fue un caluroso abrazo entre seres queridos. Los nietos, los hijos, padres, madres, ¿cuándo los vamos a volver ver? Empezamos a sufrir la falta de calor de la familia, la falta de roce personal, la falta de gozarnos con las sonrisas de nuestros seres queridos porque teníamos que usar mascarillas, eso cuando teníamos la suerte de visitarlos manteniendo la distancia y los protocolos requeridos. Y mientras tanto, desesperadamente buscábamos medios de consuelo espiritual viendo una misa virtual, familiarizándonos con sacerdotes que nunca habíamos visto antes y hasta viendo al Papa Francisco ofreciendo las misas diarias por diferentes intensiones que afectaban al mundo. Por otro lado, el gobierno de los Estados Unidos en una guerra interna de poderes, en un caos divisorio de política, de votos. ¡Y mi alma sedienta del Señor!
Gracias infinitas a Dios los Misioneros del Espíritu Santo vinieron a nuestro rescate y a saciar las almas que se secaban en el desierto del distanciamiento y la soledad. En un año (2020) ofrecieron cuatro programas por la plataforma Classroom y los Ejercicios Espirituales impartidos por el Padre Carlos Francisco Vera Soto, MSpS. Además, El Apostolado de la Cruz también ofreció eventos que nos mantuvieron unidos, sumando a esto las reuniones de las pequeñas comunidades que se continuaron semanalmente. Descubrimos otro mundo. ¡Se nos abrió el cielo! Gracias al internet los cursos impartidos por los Misioneros podían ser recibidos por cientos de personas. Podíamos ver en las pantallas del celular o computadora las caritas de miembros del Apostolado en Perú, República Dominicana, México, y a mi amiga María Elena en Nueva Orleans. ¡¡Nos engordamos espiritualmente!! Y hasta en uno de esos cursos virtuales vimos un trencito lleno de gente linda que nos animaban antes de cada clase.
Hoy no soy la misma. Junto con mi esposo y mi comunidad hemos crecido mucho. Las raíces espirituales han tomado más fuerzas, el tronco es más frondoso, las ramas están más extendidas y se ven floreciendo nuevos frutos. Durante esta pandemia El Espíritu Santo se ha movido en nuestras almas y en el Apostolado de la Cruz, impulsando un nuevo fervor, un movimiento interno, un crecimiento enorme, derramando un caudal de dones y virtudes al forzarnos a buscar, al forzarnos a crecer, al forzarnos a doblar rodilla y hacer reales estas palabras: “Si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré su pecado y restauraré su tierra”. 2 Crónicas 7:14.
Edificante testimonio de un alma sensible al llamado del Espíritu Santo. Tiempo para creer, tiempo para crecer, tiempo para esperar… tiempo para amar!!!
Gracia Margarita por tu cándido recorrido del baúl de los recuerdos de Katrina, y ahora de COVID-19 del cual todos somos participes, pero ese tono de agradecimiento a nuestros sacerdotes, a La Palabra de Dios “el evangelio” a los que han sido y siguen siendo; el que no perdamos la esperanza en Dios. Dios te bendiga amiga y al Apostolado de la Cruz, los cuales me han ayudado mucho con amor y espiritualidad en esta pandemia.